spanisch El señor de los cuernos

El señor de los cuernosI Mancha blanca en el ojo (= capítulo I, p. 7-22)

Translator: Verónica Valdés, Havanna
Original title: Herr der Hörner (27/04/2005)
published in:
Herr der Hörner
– Hoffmann und Campe, 9/2005

Sample

La claridad se desvanece,
pero la sombra se queda. Cuando Broder Broschkus, enemigo declarado de toda la alegría caribeña, subió sudando las escaleras hacia la „Casa de las tradiciones”, seguido por su esposa a la que casi olvidó después de treize maravillosos años de matrimonio, dominaba, como al inicio, solo dos palabras en español: „adiós“ y „caramba“ – sin contar si/no, izquierda/derecha y las cifras del uno al diez. Irritado, en silencio, observaba las fanfarrias que también aquí venían en dirección a él, y calculaba las horas que le faltaban para su vuelo de regreso a casa. No le faltó el deseo de pegarle un puntapié al portero en vez de darle el dollar que este le exigía como turista. Lo que él no podía imaginar era que en esa misma escalera enfrentaría a la muerte apenas dos horas más tarde. Sucedió al final de un viaje turístico, todo incluido, con la maleta lista, poco antes de las doce de un sábado al mediodía debajo de un cielo descolorido.
¡Pero qué frescor dentro, cuán opaca la luz! A pesar de que el percusionista golpeaba con deseo sobre el cráneo de un caballo, provocando un estridente sonido metálico de la mandíbula, a pesar de que el bajista colocaba los labios en el borde de un tinajón sacando tonos musicales con el movimiento de sus dedos negros y gruesos, a pesar de que el resto de la orquesta tocaba con ímpetu los metales, los visitantes locales permanecían relajados en sus sillones tomando de vasos plásticos blancos y fumando tabacos que uno de ellos torcía para todos en el centro del lugar: Cuando este levantó la cabeza para mirar a Broschkus – parece que los otros ni advirtieron su presencia – su negra cara se llenó de arrugas.
Solo algunos niños pequeños jugaban a los escondidos entre los taburetes de cuero, detrás de los toneles de ron que servían de mesas y cuando no, bailaban delante de los músicos con las caras indiferentes pero con movimientos de sus caderas muy interesadas. ¡Ya! Esta era, realmente, la taberna más famosa de Santiago, que Cristina había visto en la guía de turismo y de la que le había hablado con tanto entusiasmo: todo lo contrario a palmeras, agua y arena que con seguridad ella habría encontrado „genial“, „tremendamente excitante“. Olía a podrido, probablemente proveniente del patio trasero, olía a muslo de pollo o a gato muerto, olía a ron derramado y a zapato sudado, olía también a aceite de freír usado y a perfume penetrante. Un fino hilo de orina se extendía directamente hasta una habitación trasera donde jugadores de dominó miraban fijamente sus fichas en silencio. De no haber sido por la corriente de aire caliente que entraba en ese momento por la ventana Broschkus se hubiera marchado seguramente de ese lugar.
Así, luego de recibir por parte del Barman una sonrisa desdentada al ordenarle un par de tragos y llegar a la primera mesa que encontró en una esquina con un mojito en la mano „para la señora, sí, sí” y una Cristal increíblemente fría, así, cayó casi de inmediato en un letargo. Con el ruido constante de la música que allí se escuchaba se fundían en una sureña melancolía difusa las rosadas paredes de madera donde colgaban cuadros de cantantes famosos e incluso un gigantesco mural de un Cristo que se levantaba, detrás de los cantantes, junto a una mitra y a una espada torcida en forma de serpiente. De vez en vez había que espantar pequeñas moscas, tomarse un trago de cerveza, los ojos casi cerrados, y con el ruido invariable de los ventiladores de techo uno casi se quedaba dormido, extenuado de dos semanas de sol caribeño y silencio mutuo.
Antes de que Broschkus se quedara dormido volvió rápidamente al bar, cuya barra tenía la longitud de un barril abierto y cortado a la mitad. Detrás de su abultada barriga, suponía él, se escondían las botellas por pesos cubanos para los habitantes del lugar. Un segundo barril, dividido de la misma forma se colgó en la pared detrás de la barra después de haberle agregado tablillas para las botellas de ron ofertadas oficialmente por dólares. ¿Otra?-le preguntó el Barman, por lo visto el único blanco del lugar, con su sonrisa desdentada y ya con la lata en la mano. Otra, asintió Broschkus con el billete ya doblado entre los dedos, casi como uno más del lugar.
Ahí las vio.

Vio a las dos amigas,
¿o es que acaso no habían llamado ya su atención desde hacía rato, sentadas en los taburetes, riendo a medias y contándose sus intimidades? Claro está, aquella en especial: ¡Tan joven!, se escandalizó, tan castaña como … sabe el diablo … como … ¿la miel? Para mí como miel oscura, maldita miel oscura, Broschkus salió completamente de su letargo, y ahora no mires más.
Presente, no obstante, muy presente, estaba ella, la de piel castaña, la de los negros y largos rizos, la de la risa resplandeciente, que aún iluminaba el ángulo más apartado del local donde se mantenía oculto el matrimonio Broschkus. Su risa iluminaba también la zona de la barra donde justamente el esposo Broschkus, además de cambiar a duras penas una lata vacía por una llena, confirmaba de pasada, solo con el rabillo del ojo que esa mujer, que en el fondo debía ser considerada como una muchacha, que esa muchacha que en el fondo ya podía ser considerada como mujer, estaba vestida con unas viejas bermudas ajustadas al cuerpo, a rayas amarillas y negras, al igual que el bustier. Percibió también que sus sandalias eran muy simples y las suelas probablemente de gomas de auto, oh sí, hasta de eso logró darse cuenta. No obstante, ella se transformaba. Mientras más él la miraba disimuladamente, más se transformaba, solo por su risa, en un, ¡caramba!, en un puro encanto, sí Broder, esa es la palabra adecuada, rezongó Broschkus, y ahora desaparécete.
No era de extrañar que más tarde él ni se acordara bien de la otra muchacha. Solo que era mucho más alta, sobre todo más ancha, en realidad no era gorda, más bien voluminosa, sí, en verdad musculosa, espantosamente musculosa. Después de ese 5 de enero sólo recordaría con seguridad que era más oscura, ¿castaña oscura quizás como los tabacos que torcía con seriedad el elegante anciano? Estaría seguro de que usaba collares, uno combinado en azul y blanco y el otro en rojo y blanco; estaría seguro de que en lugar de pelo llevaba un moño postizo rizado y teñido de castaño en el que ya se podía apreciar, en su raíces, su color negro natural; recordaría también que en su cinto llevaba un brillante de fantasía, ¿verdad?
Pero ahora, ahora ellas bailaban.

De pronto comenzaron a tocar los músicos de manera más intrépida,
los tambores tocaban con más vehemencia, más fuerte; el brillo de la piel de ambas bailarinas solo era superado por el de sus dientes.
¡Oh mi Dios!, pensaba Broschkus, ¿es que nadie va a hacer nada al respecto?
Oh no, en contra de aquello nadie quería intervenir, mucho menos Broschkus. Ambas bailaban con tal naturalidad que nadie se hubiese atrevido a interrumpirlas, bailaban muy seguras de sí desde lo más profundo de su ser, muy presuntuosas, convencidas de la perfección de cada movimiento de sus miembros, enamoradas de sí misma. Incluso en la más oscura también había un brillo, echaba chispas con sus abultadas caderas y ademanes irresistiblemente femeninos. ¡Y la más clara!, ¡la más joven!, oh, cuán enajenada alzaba los brazos por encima de la cabeza mientras giraba, qué difícil resultaba beber sin derramar gota alguna. Algunas partes de su piel color miel se iluminaban como si el sol brillara también allí dentro solo para ella: a veces los muslos, a veces su vientre, a veces sus brazos. Continuamente se desplazaban sobre su carne esas sombras claras, de hecho era más inquietante cuando le corrían por la desnudez de sus hombros.
Al colocar la lata de cerveza, a Broschkus le pareció que su mirada se cruzó con la de ella brevemente y al tomar de nuevo la lata en sus manos, mirando a la joven tímidamente de reojo, entró una ráfaga de aire caliente por la puerta abierta que al pasar por la pista de baile atravesando el lugar salió por el fondo hacia el patio, dejando a Broschkus tan impactado que lo hizo pegar su lengua al paladar. ¿Le hizo ella un pequeño movimiento con la mano, apenas un gesto imperceptible de invitación? Pero Broschkus se concentró en el del sombrero de paja, en el que estaba a su lado y llevaba zapatos diferentes y finalmente en el torcedor de tabaco: ¿llevaba una cadena de perlas plásticas blancas? ¿de granos? Y ¿cómo podía estar la lata ya vacía? ¿Era eso nuevamente un pequeño gesto con la mano para él, precisamente para él? Era para él la facilidad con que aquella persona hacía centellear sus caderas, la franqueza con la que le sonría abiertamente, la insolencia de ambas manos, que tocaban continuamente la chispeante estrechez de sus caderas, recorriéndolas lentamente desde el talle hacia dentro, sobre el vientre desnudo, pero no por el pecho, ¡no, eso no!, sino entretejiéndose una y otra vez en su pelo como si lo ordenaran, sujetándolo a un lado, para erguirse luego por encima de su cabeza. Durante un buen rato se mantuvo acentuando, con una seguridad imponente y con sus manos extendidas, los movimientos de su cuerpo. Era para él, para el extranjero sentado en la esquina, al que ella aún miraba intensamente, ¿verdad?, del que aún se burlaba, ¿verdad? ¿Al que se le exhibía por encima de los demás? Tan pronto como ella dio unos pasos en dirección a él, como jugando, en ese momento giró.
Broschkus se atragantó tan bruscamente que tuvo que toser.

Como el giro
no resultó como se esperaba – ¿pero el torcedor de tabaco no llevaba también en su muñeca un pulso blanco? – ella atravesó aquella luz, aquella algarabía y se dirigió directamente hacia él. Ya podía ver su acentuada osamenta ilíaca, en el centro su cóncavo abdomen perfilado y apenas dejó la lata de cerveza, ella lo tomó de la mano y lo levantó del taburete como a un niño pequeño. Su mirada profunda, de un verde cristalino, con un borde marrón claro, color miel, ¡todo menos mirar mucho tiempo a esos ojos, todo menos eso! Broschkus se percató, al pasar por su lado, de que la alta, la voluminosa, la de anchas caderas también se acercaba, previo acuerdo, para agarrar a Cristina. De repente allí estaban los cuatro en el centro del local. Y fue entonces que la orquesta se desató y ofreció un maravilloso espectáculo al compás del sonido del cráneo de caballo que sacó a los visitantes locales de su letargo. Aplaudían al compás de la música, cantaban en voz alta. Hasta el torcedor de tabaco levantó un momento su cabeza canosa de pelo rizado. ¡Salsa!

Justamente la música Salsa,
que tanto odiaba Broschkus. A duras penas lograba mover las piernas. Más allá de imitarla en su baile trataba de concentrarse en sus pies morenos con uñas plateadas calzando sandalias baratas, en sus tobillos, sus tendones, en sus pantorrillas. Sin embargo, la muchacha, bailando con movimientos increíblemente suaves, advirtió enseguida sus verdaderas intenciones, le obsequió sus largos rizos negros que se balanceaban al compás de cada movimiento y cuando Broschkus se atrevió finalmente a levantar la vista, le sonrieron sus labios oscuros; entre los dientes superiores una diminuta ranura. Al girar, su pelo rozó la cara de Broschkus; de nuevo frente a él, se acercó tanto, tanto que tropezó en el propio giro y como asustada tuvo que agarrarse a Broschkus con sus largos y finos dedos para amortiguar el tropezón. Por supuesto que sus desnudas caderas morenas sabían lo que hacían cuando rozaron suavemente las del señor Broder Broschkus: En ese momento, al pasar por su lado, la muchacha le respiró al oído. Broschkus notó tremendamente horrorizado que ella no despedía un dulce aroma sino más bien un fuerte olor acre. Ella se movía al compás de la música, como si estuviera completamente sola en el mundo, no como aquel turista algo gordo y viejo. ¡Oh, qué feo se sentía Broschkus, qué pálido, qué torpe! Y aún así veía claramente frente a él la línea delicada de una clavícula y el brillo intermitente de la pequeña cavidad sobre ella que se desaparecía por momentos. Oía un murmullo, el efecto de la cerveza en su cabeza o un fino zumbido. De repente descubrió a Cristina a su lado, elegantemente vestida, quien había terminado dando saltos alegres siguiendo las indicaciones de la más oscura y corpulenta de las bailarinas. Broschkus intentaría recordar posteriormente, sobre todo, su escote en la espalda que ahora estaba corrido, sobre todo eso. De súbito – ¿qué estaba sintiendo? ¿Un mordisco en la oreja? ¿Un pequeño mordisco? ¿O acaso más bien un beso?
Quizás solo era una brisa por el roce ligero de su cabello al apartar la cabeza, ¿pero por qué se apartaba? Porque nuevamente ella se convertía en puro ritmo, en un movimiento con todo el cuerpo, acentuado en la cintura que dejó a Broschkus como un imbécil dando tumbos: La trompeta lo hizo moverse hacia delante en una ocasión, después fue el solo del bajista, muy breve por cierto, lo que provocó que se apartara, luego los bongós lo llevaron a unos cuantos pasos de distancia tras ella, tras la muchacha y también la guitarra lo arrastró consigo lejos de ella. Y ya cuando quedó tambaleándose, sin aliento, fue que ella, la muchacha, con un tenue brillo en las mejillas y una sonrisa en los labios lo miró con una total inocencia, que aseguraba que no había sido un mordisco, ni un beso, ni siquiera un roce casual. Lo miraba con tanta intensidad que le temblaban las aletas nasales, lo miraba tan atrevidamente, ahora como toda una mujer, ya no como una niña. Ella lo miraba con sus ojos verdes de niña, o de mujer; con un brillo no de cálida promesa, sino una fría petición que hizo que Broschkus perdiera el ritmo por completo. Y entonces la descubrió, esa diminuta huella en todo ese brillo, una blanca salpicadura en medio del verde del iris, una marca milimétrica en el ojo izquierdo, desde el borde exterior del iris hasta la pupila, mejor dicho en el derecho, sí, sí, en el derecho, una mancha.
¡Rápido!, Broschkus ni siquiera lo pensó; sin embargo, lo sintió más intensamente: !Rápido!, la tierra se abre y me voy al infierno. ¡Qué alto lo llamaba a gritos el coro de cantantes! ¡De qué forma tan despiadada clamaban por él los trompetistas! ¡Cuán difícil se le hacía respirar! Pero entonces y sabrá el diablo por qué, la mujer, inmersa en su mirada, tomó una de sus manos que pendulaban torpemente mientras se escuchaba el solo de la trompeta. Ahora, haciendo gala nuevamente de la castidad propia de una niña y sin decir una sola palabra lo condujo a su asiento
Donde nadie lo esperaba, ni siquiera Cristina.
Cuando Broschkus ya estaba sentado en su taburete, sin una lata de cerveza a la cual aferrarse, la muchacha se inclinó para despedirse y ¿lo besó? No, ¿lo mordió muy suavemente en el cuello? Apenas Broschkus sintió los dientes clavarse en su cuello se le puso la piel de gallina, ¡me estoy volviendo loco, aquí, ahora, en este momento, completamente loco! Sin embargo, como él no se atrevió a levantar la mirada, deslumbrado de tanta felicidad, ella lo dejó allí sentado. Al lado de una mujer bien peinada, que misteriosamente volvía a estar allí en ese momento, y frente a una lata de cerveza, que aunque vacía, también volvía a estar allí misteriosamente.
Broschkus no sintió que uno de los que estaban sentados cerca lo tocó en el hombro pero tomó el tabaco que éste le ofrecía sin pronunciar una palabra de agradecimiento. Se lo fumó de una sola chupada, justamente él, un no fumador declarado, mientras se esforzaba por recordar dónde estaba y quién era: ¿Aún soy un doctor rer. pol.? ¿un jefe de departamento experimentado, especialista en especulación a la baja y venta al descubierto? ¿O simplemente un turista paliducho tocándose incrédulamente la garganta y con picadura de tabaco en los labios? El ventilador de techo seguía abanicando sobre Broschkus un olor acre o en todo caso una brisa; la camisa pegaba en su pecho que ascendía y descendía fuertemente al respirar: era una vergüenza. ¡Y qué insistentemente revoloteaban las pequeñas moscas a su alrededor!

Broschkus se percató de que había ido a parar a algún lugar cerca de la puerta de salida
cuando ya era demasiado tarde, probablemente después de otra Cristal y detrás de una dama elegante con un escote en la espalda. Buscando, miró a su alrededor, solo descubrió a la de piel color tabaco que ahora había dejado caer el peso de su cuerpo, lleno de collares, sobre uno de los taburetes; ahora, se había colocado en su pelo unas gafas de sol con cristales azules en forma de mariposa; realmente ahora a él le causaba repulsión. Sí, toda ella era excesos: los lunares en su cuerpo, la anchura de su nariz, las curvas de su figura. Una cicatriz recorría su rostro desde el pómulo hasta la ceja. Su boca, protuberante aún cuando callaba, era toda una obscenidad brillante y húmeda.
¿Tu Amiga, dónde está? Broschkus le miró a los ojos mientras la morena transformaba su faz con una risa muy amplia que mostraba su lengua color rosa claro mezclada con un áspero torrencial de sonidos brotando de su garganta como del fondo de una regadera oxidada. Afuera, parada en el descanso de la escalera estaba la dama; se volvió con cara de reproche – ¡Ah! Era Cristina –, el que tocaba el cráneo de un caballo se apresuró hasta donde estaba Broschkus, probablemente con la intención de pedirle algo en el último momento. ¿Dónde está ella? Broschkus miró rápidamente al tabaquero que torcía las hojas de tabaco; éste no devolvió la mirada. ¿Dónde está? Broschkus miró al cantinero, quien sonrió con ironía haciéndole un gesto frotando los dos dedos índices estirados. Broschkus volvió a mirar afuera. Entre tanto Cristina bajaba las escaleras sin que nada le impidiera poner los ojos en – una muchacha: Una silueta a contraluz recostada al pasamanos, al lado del portero, como la cosa más natural del mundo.
Como el señor Broschkus solo hablaba dos palabras en español, además de los números del uno al diez, el murmullo tenue del lugar llegaba a sus oídos como un suave silbido; tan pronto este murmullo lo trajo de vuelta a la realidad se puso en movimiento con dificultad en dirección a la silueta y – pasó de largo. Con la punta del zapato en el primer escalón – ¡y cuánto frescor percibía de repente también aquí afuera! – pensó „¡caramba!“ y dijo, no: susurró, no balbuceó, porque tenía la lengua como pegada al paladar: „adiós”. Fue entonces que se precipitó escaleras abajo y hacia la muerte.

Bueno,
se salvó por un pelo y al menos esta vez quien lo salvó fue su mujer; después de haber rodado diez escalones abajo, probablemente con un tobillo torcido y con Cristina, a la que arrastró con el impulso del tropezón, sus ojos se encontraron con el cielo blanco de aquel domingo.
„¡Qué … final … para unas vacaciones!“
En ese momento Cristina lo agarró por la mano y lo arrastró lejos de todos, al medio de la calle. ¿De qué final estaba hablando ella?, pensó, ¿qué vacaciones?
„¿Todo bien …, Broder?“
Sin esperar respuesta echó a andar. Sin embargo, aunque una parte de él, la del experimentado jefe de departamento, lo empujaba en contra de su voluntad a ponerse en marcha de mala gana y al mismo tiempo una pequeña parte de él quería mirar hacia arriba, se quedó nuevamente parado en el mismo lugar. Bajando los escalones de dos en dos alguien corrió hacia él, no, no era el portero, era la muchacha, como si él no estuviera allá abajo al lado de otra mujer, corrió hacia él atravesando esa luz, ese ruido, sacudiendo un billete. Apenas había logrado evadir el cuidado de Cristina con un movimiento brusco y ya ella estaba frente a él. Temblando como una hoja preguntó:
¿Podría cambiármelo en dos de a cinco?
Los números Broschkus sí los dominaba, por eso entendió enseguida sin que ella tuviera que mostrarle sus largos dedos, cinco dedos de la mano izquierda, claro está, cinco dedos de la derecha. Sin embargo no era fácil sacar del bolsillo del pantalón los billetes deseados, era imposible hacer esto y al mismo tiempo mirarle a la cara, ¡concéntrate Broder, mira el billete de diez pesos, mira sus uñas, no son plateadas sino blancas, y ni respires!
Cuando él pudo tenderle los dos billetes de a cinco – y de hecho lo hizo – inhaló de nuevo el aroma que emanaba de su cuerpo o en todo caso del mundo, se perdió en el verdor de su mirada teniendo que aferrarse a un mano libre. Ahora podía notar claramente, además de la finísima cicatriz en su rostro, la mancha clara en el ojo derecho o más bien lo-que-da-igual-ahora, en el izquierdo.
„Bueno, esta alegría de vivir, esta … me resulta a veces un poco …“
Debió ser Cristina quien lo sujetaba en ese momento, ahora tendría que secundarla, ahora tendría que cerrar los ojos y seguir adelante. ¿Por qué ella será tan aburrida? ¿A dónde habrá ido a para su alegría de vivir?
Cristina le preguntó insistentemente a Broschkus si „después de todo“ este quería acostarse un ratito antes de la salida.
Después de algunas preguntas ya estaba Broschkus a mitad de camino hacia el hotel, cojeando ligeramente, la mano derecha apoyada en su mujer, en la izquierda un billete de diez pesos estrujado, en su boca un fuerte ardor.

Ardía tanto
que no vaciló en hacer una parada en el punto de venta de batido más cercano después de haber atravesado algunos callejones de esos donde no se consigue ver ni a un perro, y finalmente habían encontrado algo que le despegaría la lengua del paladar: una mezcla de plátano, leche, azúcar, agua e hielo.
No-gracias, negó Cristina con la cabeza: En esos batidos hay cualquier cantidad de productos nacionales. Ella se mantuvo consecuente.
Sin embargo, a alguien como Broschkus le daba lo mismo y un batido era lo único que había aprendido a apreciar durante las pasadas semanas. Sólo después de haberse tomado dos batidos que le fueron servidos en vasos plásticos color rosa se percató de que en lugar del billete de diez pesos sólo tenía algunas monedas en la mano. Para ese entonces ya habían pasado la escalera que conducía a la entrada de la catedral donde acechaban los mendigos con su andar lastimoso.

Sí, todavía tenía las monedas en la mano
mientras Cristina ya estaba a su lado, acostada en la cama del hotel que se balanceaba por su deterioro, donde él podía preguntarse con tranquilidad y tenía que preguntarse por qué la muchacha le había pedido cambio precisamente a él, sobre todo porque lo hubiera podido pedir al portero o en realidad a cualquier otra persona sin el más mínimo esfuerzo.
A través de los travesaños de las contraventanas llegaba la luz del sur formando largas líneas. Continuos chillidos, chirridos, el sonido de los claxons, discusiones, gritos penetraban en la habitación con intensidad, un estridente silbido y de repente un segundo de calma – todo la confusa urdidumbre de lo desagradable a la que se había reducido la vida de Broschkus y que se había hecho tan común en estas vacaciones. De repente volvió a la sobriedad: ¡Cómo uno puede llegar a ser tan tonto! ¡Cuan alejada de la realidad estaba Cristina, cuan tiernamente ignorante de lo que estaba sucediendo, cuan frágil, ahí, tan tierna acostada a su lado con su pelo ligeramente ondeado, colmado de mechas rubias aunque a decir verdad, ella no era rubia.
Por el contrario Broschkus estaba tremendamente seguro de haber cometido un gran error: pues probablemente en el billete de diez pesos de la muchacha podía encontrar todo aquello que tanto había anhelado – quizás no toda la vida, pero sí durante los últimos años: un nombre, un número telefónico, una confesión. Hasta el colchón se estremecía, ahora comprendía todo claramente. Daba ganas de llorar lo ajena, pálida y tierna que lucía Cristina a su lado, tan inalcanzablemente correcta aún cuando dormía.
Pero esta vez Broschkus ni siquiera pensó en entregarse a su malhumor, sino todo lo contrario, trató de corregir su error. En todo caso ya lo tenía bien pensado. Desde afuera le gritaba la vida, le sonreía, le seducía y llamaba y ya estaba afuera, cojeando pero con pasos decididos. Encontró el punto de venta realmente sin el más mínimo problema.

A la vez que compraba otro vaso de batido,
moviendo enérgicamente en círculo su dedo índice, le pidió a la vendedor – una negra que arrastraba los pies con lentitud y que desde la ventana de su sala contribuía a mejorar el ingreso familiar – que le entregara el fajo de billetes de diez pesos que había recaudado ese día: Sí, sí, todos sin excepción, yo pago con dólares, soy coleccionista. Cuando la mujer por fin entendió de qué forma podía ayudar a este loco, estuvo de acuerdo completamente en darle los billetes. Animada, buscó más billetes en otros lugares, siempre solicitando ayuda. Al final, Broschkus recibió todos los billetes que pudieron aportar a toda prisa, ella, sus vecinos y los vecinos de sus vecinos.
Alegremente, se dirigió de regreso al hotel con un gran bulto de papel en la mano que resultaba pegajoso al tacto por lo sudado y que además trasmitía una grandiosa sensación.

Para sorpresa de su mujer Broschkus bebió
un whisky doble un vez que subió al avión:
Bien, Broder … ¿Qué pasa contigo?
Bueno, ni aunque él mismo lo sabía con exactitud, en el fondo sí lo sabía muy bien y eso le provocaba una agradable sensación de éxtasis – en el tórax, del lado izquierdo, del derecho; en la región inguinal, del lado izquierdo, del derecho; hasta en el bolsillo trasero del pantalón: ¡Salud, querida!
Después de la comida tomó otro whisky. ¡Que agradable el zumbido del avión, y el brillo de las luces nocturnas! Finalmente Cristina sacó dos almohadas plásticas del equipaje de mano para inflarlas:
Bien, Broder … Para ella era sencillamente repugnante que él estuviera tan extasiado con el final de esas vacaciones bonitas.
De camino al baño Broschkus tuvo que aguantarse de casi todos los asientos. Al cerrar la puerta del baño se encendió la luz y Broschkus se asustó cuando vio en el espejo, a un tipo arrugado, pálido y además desvergonzado que observaba cómo él se palpaba la nuez de Adán desconcertado y luego sacaba con un embrollo de manos los billetes para examinarlos meticulosamente de principio a fin. El hombre del espejo observaba además como a él se le escapaba una, dos y finalmente tres veces un pequeño sonido al encontrar en los billetes cualquier garabato, seguramente nada del otro mundo.
¿Nada del otro mundo? ¿Realmente escuché bien? ¿Dijo Usted nada del otro mundo?
Broschkus sacudió los tres billetes de diez pesos ante su imagen en el espejo, ante su imagen evidentemente ignorante, ¡mira para acá si es que tienes ojos para mirar, estos son …, caramba! Incluso más de lo que esperaba, quizás más de lo realmente indispensable.
Sin embargo, como su imagen no comprendía, tuvo que darle una pista: ¡Los posibles billetes, hombre, son estos!”
Con las puntas de sus tres billetes tocó suavemente en el cuello al tipo del espejo: Es una especie de operación extrabursátil a plazo, extrabursitalísima, si prefieres formularlo así, eso es – entonces, ¿por qué te burlas?
“Haz lo que deseas aunque sea una vez en la vida ¡AUNQUE SEA UNA!”
Broschkus se sobresaltó tanto como su imagen en el espejo. ¿Era ese realmente él mismo en ese instante, él que siempre instruía amablemente a sus interlocutores en cuanto a la falta de pasión practicada por años? Entretanto ahora hasta sus asuntos se alejaban de él, amenazaban con desaparecer hacia la derecha y hacia la izquierda. ¿Por qué todo tenía que ser ahora realmente tan difícil? ¿Por qué los billetes olían tan mal? Bueno …
„Se trata de desear algo grande una vez en la vida, ¿entiendes?”
Y luego tan sólo susurró:
„!Pero sobre todo también hacer algo para conseguirlo!”
Más, él solo lo pensó y lo pensó muy silenciosamente porque, de lo contrario, las cosas hubieran comenzado a cambiar:
Sin embargo, ya iba siendo hora.
Con qué facilidad desaparecieron los tres billetes. Con que facilidad el inodoro borró el resto del dinero de la faz de la tierra. Nadie lo vio, nadie se dio cuenta, „adiós”.
Después de encontrar nuevamente su asiento Broschkus descubrió una almohada inflada y al lado una mujer ya casi dormida, ¡ah! era Cristina:
„Bueno, Broder. !Hace tiempo que no te veía tan borracho!“
No hubo respuesta. Mientras Broschkus se acomodaba la almohada trató de sonreír lo más normal posible – ¡qué miserable había sido todo lo vivido al lado de Cristina! ¡Y qué miserable había sido todo sin ella! Con excepción de aquello que ahora llevaba en todas sus fibras musculares; en la punta del cabello; en sus terminaciones nerviosas y también en su billetera, en forma de tres billetes de diez pesos; ¡con excepción de eso! Brochkus sentía una nostalgia tan fuerte en su interior que hasta podía escucharla. Ni siquiera sabia el nombre de la muchacha, ni siquiera una, dos, tres sílabas de las que se pudiera asombrar al pronunciarlas. ¿Cristina? ¿Qué más quería ahora?¿ ¿O era acaso la azafata que quería anunciar algo? Era la voz evidentemente indignada de la azafata que exigía – dado el caso – un poco más de respeto por la moneda cubana, que no estaba tan devaluada como para simplemente echarla por el inodoro y que eso solo atascaba el desagüe. Muchas gracias. Por lo menos ahora Broschkus sonreía, soñando con una muchacha que lo contemplaba, soñando con ojos en los que había una mancha, y en el sueño, cuando miró hacia atrás, también vio la mancha en su mejilla, en el labio superior, en el cuello – su cuerpo entero estaba repleto de manchas, un cuerpo color miel con manchas negras, sí: sonriendo soñaba Broschkus.